El latido naranja sonó por última vez

La Cubierta de Leganés se llenó de camisetas naranjas, lágrimas y música en una noche histórica para la cultura remember, bakala y makinera. Fue mucho más que una fiesta: fue un acto de memoria colectiva. Cada melodía, cada “subidón” y cada voz coreando los himnos que marcaron una era hablaban de una generación que vivió la noche como un ritual de libertad.

Sábado 7 de junio de 2025. Desde primeras horas de la tarde, los alrededores de La Cubierta de Leganés empiezan a teñirse de naranja. Hay camisetas, banderas, mochilas, abanicos y hasta uñas pintadas en ese color que, desde hace más de veinte años, simboliza mucho más que una fiesta. Es una identidad, una forma de estar en el mundo. En los bares cercanos se reconocen las miradas de siempre, los abrazos largos, las sonrisas que esconden nervios y melancolía. Todos saben lo que está a punto de ocurrir: el último gran latido de La Fiesta Naranja.

A las 18:00 se abren las puertas. La luz del sol entra sin pedir permiso por la cúpula abierta, iluminando una pista todavía medio vacía, pero llena de energía. Suena la música y empieza el viaje. Las primeras seis horas están marcadas por el espíritu de Radical Alcalá, ese sonido más melódico, más vocal, que sirvió de entrada para miles de radicaleros en los primeros años 2000. DJ Marta, DJ Juandy, Christian Millan y Oscar Akagy se reparten el control de la cabina durante ese bloque inaugural. No hay prisa. Se trata de saborear, de dejarse llevar por los recuerdos, de soltar poco a poco el nudo en la garganta.

Desde el inicio, el ambiente tiene una carga emocional difícil de explicar. Se respira alegría, sí. La de volver, la de reencontrarse, la de bailar como antes. Pero también se nota en el aire algo más denso: tristeza contenida, conciencia de que cada canción es una última vez. Nadie lo dice en voz alta, pero todos lo saben. Por eso se canta más fuerte, se baila con más ganas, se abrazan más los cuerpos.

A medida que pasan las horas, la Cubierta va llenándose de almas naranjas. Cada llegada es una ovación, un reencuentro. El público se va encendiendo con cada set, con cada beat, con cada subida. El atardecer va cayendo poco a poco, y lo que al principio eran rayos cálidos atravesando la cúpula, se va transformando en una oscuridad envolvente que prepara el terreno para la noche más especial de todas.

A las 22:00, DJ Napo se apodera de la cabina con una sesión de transición mágica. Su estilo, siempre intenso y progresivo, actúa como un puente emocional entre el tardeo de Alcalá y el sonido más contundente y directo de la noche Radical. Durante su sesión, ocurre algo que muchos esperaban: la cúpula comienza a cerrarse. Lento. Casi ceremonial. Como quien baja el telón en el último acto. Cuando la estructura se sella por completo, un rugido recorre el recinto. La noche ha caído. Y con ella, el momento de verdad.

A las 00:00 se apagan las luces. Silencio. El recinto entero contiene la respiración. Comienza la Intro Radical. Una pieza audiovisual pensada para dejar huella: voces, imágenes, recuerdos, frases míticas, bases antiguas, guiños al pasado. Un resumen emocional de más de dos décadas de historia convertido en vídeo. El público guarda un respeto casi religioso, solo roto por los gritos espontáneos en cada giro visual. A mitad del vídeo, la pantalla se funde en negro y aparece en escena Ale3x Conde, fundador de Radical, que toma el micrófono.

Con voz firme pero emocionada, dedica unas palabras a los asistentes, a los artistas, al equipo, a todos los que durante años hicieron posible lo que fue, es y será Radical. Habla del legado, de la comunidad, del amor por esta música. “Esto no se apaga, porque está en vosotros”, dice. Ovación cerrada. Lágrimas visibles. Es el punto exacto donde la historia se convierte en mito.

Y entonces, otra voz: David de Radical, el speaker, el alma. “¡¡Arriba ((Radical))!!”. El grito eterno. El eco que ha acompañado a miles de noches. El que enciende la pista como una mecha.

Comienza el bloque final: seis horas de “solo temazos”. Sin tregua. Marta, Juandy, Millan y Akagy se turnan como una maquinaria bien engrasada, sin más orden que el de romper la pista. Los visuales explotan, los láseres rebotan en la cúpula, los gogós marcan el ritmo desde las plataformas y los zancudos atraviesan la pista como guerreros del recuerdo. Cada tema es un clásico, cada mezcla una declaración. La gente grita, canta, salta, llora. No hay móvil que capte del todo lo que se siente. Hay momentos de catarsis, de trance colectivo. Son las tres, las cuatro, las cinco… y nadie afloja. Al contrario.

En el parking, la historia paralela: maleteros abiertos, música propia, botellas compartidas, olor a colonia vieja y risas que rompen la noche. Es otro ritual, otro escenario. Pero parte de lo mismo. Algunos entran y salen. Otros se quedan ahí, bailando entre coches, recordando aquel Alcalá que ya no está, pero que esta noche ha vuelto.

A las seis de la mañana, suena el último tema. Y por primera vez en toda la noche, se escucha algo que no es música: silencio. No uno incómodo. Uno profundo. Uno que pesa. El público se queda quieto. Aplausos lentos, abrazos eternos. Algunos se sientan en las gradas. Otros se despiden del escenario con la mano. Nadie quiere irse.

Porque esta vez, de verdad, era la última.

Pero también, la más grande. La más sentida. La más nuestra.

Porque Radical fue una fiesta, sí. Pero también fue refugio, familia, himno, abrazo. Y aunque la música se apague, la Naranja seguirá latiendo en cada uno de nosotros.